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Ruinas del bosque

La comunidad indígena guaraní mbyá conserva su espiritualidad en la tierra indígena más pequeña de Brasil, enclavada en el corazón de la megalópolis más grande de América.

En 1500, durante la invasión portuguesa, los guaraníes habitaban un vasto territorio que se extendía desde la costa brasileña hasta el Río de la Plata, en Argentina y Uruguay. Sus tierras estaban formadas por cientos de prósperas aldeas, expertas en agricultura y ganadería. Desarraigados, esclavizados y catequizados, miles de ellos fueron obligados a trabajar en las plantaciones de São Paulo hasta mediados del siglo XIX, contribuyendo al auge de la colonia y de la ciudad como centro global.

Hoy en día, bajo la presión de la expansión urbana, esta comunidad encarna un microcosmos de la crisis climática mundial. Rodeados por 22 millones de personas, son los guardianes de uno de los últimos vestigios de bosque tropical en la meseta que dio origen a la megalópolis. Protegen el pico Jaraguá, el punto más alto de la ciudad, con casi 400 hectáreas de biodiversidad. Sin embargo, su territorio oficialmente reconocido es de solo 1.8 hectáreas. A pesar de los implacables desafíos, mantienen una profunda conexión con la tierra y se erigen como una forma de resistencia contra el impulso del desarrollo occidental hacia la degradación ambiental. Las tierras indígenas en Brasil han perdido solo el 1 % de la vegetación nativa en 30 años, en comparación con el 20.6 % en las áreas privadas.

Como comunidad joven y en crecimiento, han adoptado la tecnología, fortaleciendo su presencia cultural con una poderosa voz en las redes sociales. A pesar de las provocaciones de la vida urbana, su práctica sagrada y cotidiana sigue siendo fumar la pipa Petynguá, hecha del árbol de araucaria, que antes abundaba en la región y ahora está en peligro de extinción. El humo es un lenguaje sagrado para los guaraníes, que conecta el pasado, el presente y el futuro, y les ofrece un canal a través del cual se comunican con sus deidades.

En la encrucijada entre la selva y el asfalto, donde el aire limpio choca con la contaminación urbana, los incendios forestales y los humos industriales, su existencia es tanto una lucha espiritual como un llamado a replantearse radicalmente la vida urbana, un modelo que fractura la existencia colectiva y separa a la humanidad de la Tierra.