Los comercios calcinados por la guerra del narco son utilizados para ocultar a migrantes antes de su cruce por el desierto de Altar. Su cercanía al muro fronterizo los convierte en un punto estratégico para las redes de tráfico de personas.
Un breve tramo del muro fronterizo se alza junto a la orilla del río Colorado. Esta frontera, considerada un hito de la ingeniería moderna —con un coste medio de 15 millones de dólares por kilómetro—, presenta brechas a lo largo de sus más de 3.100 kilómetros, que ponen en duda su efectividad.
La salvadoreña Telma sostiene el retrato de su esposo, Willian Gustavo Pérez Ventura, desaparecido en la ruta migratoria hacia Estados Unidos en 2001. Desde entonces, su esposa sigue buscándole.
Un sujetador abandonado en el interior de «La Paloma del Desierto», un restaurante calcinado a apenas 500 metros de la frontera, en el desierto de Altar. Esta prenda suele señalar el lugar donde una mujer fue agredida sexualmente, ya sea por asaltantes o por otros migrantes. Según el sacerdote Prisciliano Peraza, párroco de Altar, “el 80 % de las mujeres que cruzan por el desierto de Altar son violadas”.
Altar a la Santa Muerte en un barrio liminal de Ciudad Juárez. Según el fiscal general de la Zona Norte de México, Carlos Manuel Salas, esta colonia es utilizada por grupos del crimen organizado debido a su cercanía con el paso del cerro Cristo Rey, hacia El Paso, para el secuestro y tráfico de migrantes, y donde las casas de seguridad también sirven además como laboratorios de elaboración de droga.
Las cruces blancas señalan los nichos donde reposan, en cada uno, hasta 20 personas sin identificar, en el panteón número 12 de Tijuana, ubicado a menos de diez kilómetros del muro fronterizo.
Estela sostiene la imagen de su hijo, Willian Ernesto Quintero Valladares, tomada poco antes de partir hacia Maryland desde el barrio salvadoreño de Apopa. Willian desapareció en 2008 y su madre no ha dejado de buscarlo desde entonces.
El interior de una vivienda en la colonia Libertad de Tijuana, conocida por su vinculación con el narcomenudeo y el tráfico de personas, actividades favorecidas por su cercanía al muro fronterizo.
Inés sujeta un retrato de su hijo, René Alonso Bolaños García, quien huyó a Estados Unidos en 2013 desde El Salvador tras recibir amenazas de la mara MS-13.
El cráneo de una migrante en el desierto de Santa Teresa, Nuevo México, a menos de 10 kilómetros del muro fronterizo y a unos 20 kilómetros al oeste de El Paso, Texas. Los restos fueron reportados en septiembre de 2023 y, a comienzos de 2025, aún no habían sido recuperados por las autoridades para ser repatriado y regresado a su familia.
En 1994, mientras Estados Unidos abría las fronteras para mercancías y capitales, las reforzaba para los cuerpos humanos. Un año después de llegar al poder, el presidente Bill Clinton implementó la política conocida como “Prevención mediante disuasión”, como parte de su estrategia migratoria. Esta consistía en reforzar la vigilancia y los controles en las zonas urbanas fronterizas más transitadas como San Diego o el Paso, desplazando así el flujo migratorio hacia zonas más inhóspitas. La intención era que la propia geografía hiciera el trabajo sucio: tragarse a los indeseados. En este contexto, las personas más vulnerables o acompañados de sus hijos se veían obligadas a recurrir a los cárteles que controlan distintos tramos de la frontera, y que ofrecen el cruce a cambio de miles de dólares, sin garantías de llegada.
Esta política —perfeccionada después por sus sucesores— ha provocado un enorme aumento en el número de muertes de personas migrantes. Las estimaciones más optimistas (realizadas por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos), señalan que desde su implementación 10.000 personas habrían perdido la vida, mientras, las más realistas (realizadas por organizaciones de Derechos Humanos) estiman que la cifra real podría superar las 80.000 muertes. Pero la cifra real solo lo sabe los 3.142 kilómetros liminales que recorren entre México y Estados Unidos: el cementerio terrestre más grande del mundo.
Pero el migrante es solo la mitad de la historia. Víctima es quien se fue, víctima es quién se quedó. Quien lo apostó toda para poder pagar al pollero. Quien sigue esperando la llamada de su ser querido y nunca la recibió. Las personas fallecidas y desaparecidas en la ruta migratoria, deja tras de sí un rastro de dolor igual de vasto. Madres, padres, esposas, abuelas, hermanas, amigos que vagan por el cementerio de los vivos. Un cementerio sin lápidas ni flores, un cementerio que nadie visitará, un cementerio que apila los cadáveres con vida de quienes luchan por encontrar a sus seres queridos que se quedaron por el camino.
3.142 kilómetros donde encontrar el cuerpo de un ser querido requiere de una combinación de suerte y persistencia, pero incluso así, muchas veces no es suficiente.