Cirila Martínez trabaja en la reforestación y protección de los manglares de la laguna de Chacahua, un ecosistema vital para la biodiversidad local. Frente a la contaminación y el progresivo secado de la laguna, principalmente por el turismo, participa en proyectos comunitarios destinados a restaurar hábitats marinos y preservar los recursos naturales para las generaciones futuras en Chacahua, Oaxaca, México.
Como pescadora que vive en el corazón del Parque Nacional de Chacahua, Cirila lleva años luchando por la supervivencia de la laguna. Desde que las autoridades construyeron infraestructuras a principios de los años 2000 que bloquearon la desembocadura de la laguna y alteraron el equilibrio entre agua salada y dulce, el ecosistema se deterioró: murieron peces, desapareció la almeja «tichinda» y los manglares comenzaron a secarse. Con el apoyo de ONGs y autoridades locales, Cirila—quien aprendió a pescar por necesidad—se ha dedicado a restaurar la laguna, incluso gestionando un vivero de manglares por más de un año, pese a los obstáculos burocráticos. Recientemente, la reapertura de la boca de la laguna ha vuelto a infundir esperanza, ya que el agua del mar se reconectó con la laguna, revitalizando la vida marina y atrayendo de nuevo a pescadores y turistas.
El impacto de la contaminación y la sequía se vuelve cada vez más evidente en este humedal, que antes fue fuente de vida para los habitantes locales. El turismo, principal motor económico de la región, ha contribuido significativamente a su degradación ambiental. Falta de agua dulce, cierre de bocas de ríos e infraestructuras están desestabilizando el frágil equilibrio del sistema acuático. Al igual que la laguna de Chacahua, muchos ecosistemas —y los medios de vida de comunidades locales— están amenazados por la sequía, la urbanización y la agricultura intensiva.
En Sinaloa, mujeres de tres comunidades indígenas yoreme‑mayo resisten un megaproyecto petroquímico desde hace más de diez años. En torno a la bahía de Ohuira, unas 600 personas de los pueblos de Lázaro Cárdenas, Ohuira y Paredones formaron el colectivo “Aquí no”. A pesar de amenazas constantes e intimidación en una región marcada por el crimen organizado, las mujeres han tomado la iniciativa. GPO, filial de una multinacional de fertilizantes, planea construir una planta de amoníaco que extraería grandes volúmenes de agua de la bahía y la devolvería más cálida y salina, amenazando el ecosistema fragilizado y especies marinas en peligro. La empresa ya ha talado dos hectáreas de manglares en un área sagrada para los yoreme‑mayo para edificar sus oficinas. “Tenemos que pedir permiso hasta para cortar una ramita, porque todo tiene vida”, dice Lolo, líder de Ohuira. Tras una década de resistencia, las mujeres se han organizado, formado y construido una base científica para defender sus derechos, con el objetivo de salvar la bahía y su comunidad interconectada, Anya.
Una intervención plástica de mejillones “tichinda”, realizada por Cirila Martínez —miembro de la cooperativa Mujeres del Manglar— se colocó sobre una fotografía de su hija Judith Martínez, quien la apoya en su labor de salvaguardar el medio ambiente. Las Mujeres del Manglar resisten con una perspectiva de género, luchando contra el ecocidio en su comunidad.
En Ich‑Ek, Campeche, durante más de veinte años Avia Sarita Huchin ha mantenido alrededor de treinta colonias de abejas meliponas, una especie sin aguijón sagrada para los antiguos mayas. Conocidas como “xunán kab” en maya, estas abejas fueron fundamentales en rituales y medicina tradicional maya. Su miel, reconocida por sus propiedades terapéuticas, se usaba para curar heridas, aliviar la piel y tratar diversas dolencias. Hoy, amenazadas por la deforestación y la pérdida de hábitats, las meliponas simbolizan la resiliencia de la naturaleza y el conocimiento ancestral. Sarita fundó una escuela de cría y capacitación para transmitir ese patrimonio vivo y promover la miel por sus beneficios hidratantes y curativos, conectando pasado y presente para preservar tanto el entorno como la cultura.
Hojas de ahuehuete se muestran a orillas de Xochimilco. Este árbol majestuoso puede vivir más de mil años. En la cultura náhuatl, su nombre significa “el antiguo del agua” o “el sabio del agua”, reflejando su profunda conexión con los entornos acuáticos. Sus raíces sumergidas ayudan a estabilizar las chinampas – los jardines flotantes creados por los aztecas – desempeñando un papel clave en la regeneración del ecosistema acuático de la región. (Xochimilco, Ciudad de México, México.)
Gabriela Alejandra Morales Valdelamar, inspirada por la práctica de su abuelo, conserva semillas en frascos, incluida una variedad de maíz adaptada a las aguas salinas de Xochimilco. La zona, conocida por su antiguo sistema de cultivo en chinampas, ha perdido aproximadamente el 90 % de su capacidad agrícola debido a la sequía y la expansión urbana. Bióloga, Gabriela regresó a la chinampa familiar tras haber sido abandonada. “Me di cuenta de que dos manos trabajando la tierra valen más que textos universitarios”, reflexiona. Al revivir el conocimiento ancestral, aprender técnicas agrícolas tradicionales y volver a sembrar, lanzó su proyecto Tlazolteotl, en honor a una diosa de la vida y la muerte. El proyecto simboliza la resiliencia cultural de Xochimilco. Ahora enseña talleres de plantas y de remo a mujeres, mientras siembra semillas de cambio para las generaciones futuras.
En Tsajalch’en, Chiapas, María López Ruíz y María Pérez Pérez tejen textiles utilizando técnicas ancestrales tzotziles. Enraizadas en una tierra donde el pino —símbolo sagrado— conecta la tierra con fuerzas espirituales, mantienen una tradición de tejido profundamente ligada a la cosmovisión tzotzil. Al fundar un colectivo para proteger sus creaciones, defienden la propiedad intelectual colectiva de su comunidad frente a grandes marcas de moda que apropiaron el conocimiento artesanal indígena de México. Zinacantán, Chiapas, México.
Bajo los escalones de María Teresa Bravo Perucho cruje la arena negra en el lecho seco de la fuente principal de agua de Angahuan. La deforestación ha debilitado las capas del suelo, que durante la temporada de lluvias se lavan. “La hemos visto despertar así, sin agua”, recuerda. Hoy la comunidad enfrenta una grave escasez hídrica. Ubicada al pie del volcán Paricutín, en la región aguacatera de Michoacán, los bosques de Angahuan están siendo destruidos por el cultivo de aguacate —amenazando el equilibrio de esta comunidad purépecha autónoma. “Aunque nos llamemos comunidad, todos creen que son dueños de la tierra”, comenta María Teresa. Como primera mujer en liderar el consejo indígena de Angahuan, su misión es unificar a la comunidad en la resistencia contra la deforestación. “Se trata de diálogo y reflexión con la comunidad”, explica. Abandonó su carrera en gestión de huertos para regresar a Angahuan, inspirada por las mujeres de su familia, especialmente su madre, cuyo sueño era cuidar un pedazo de bosque.
México, tierra de una diversidad ecológica sin igual, se encuentra ahora en el centro de desafíos ambientales críticos: megaproyectos industriales, deforestación, crisis hídrica y los efectos del cambio climático están alterando ecosistemas y amenazando modos de vida tradicionales. En este contexto, defender la tierra se convierte en un acto de resistencia, muchas veces llevado a cabo en medio de una violencia generalizada. Según el informe Global Witness 2023, México sigue siendo uno de los tres países más peligrosos del mundo para las defensoras ambientales, con 54 asesinatos en 2021. Esta violencia pesa aún más sobre las mujeres, que también enfrentan violencia de género sistémica.
Y, sin embargo, ellas resisten. En todo el país, las mujeres trabajan para preservar el equilibrio de los ecosistemas y proteger la memoria de sus territorios. Entre ellas, las mujeres indígenas y afrodescendientes desempeñan un papel fundamental. Sus prácticas, arraigadas en cosmovisiones no occidentales, vinculan la identidad cultural con la defensa de la tierra. Encarnan una forma de relacionarse con el mundo donde ríos, montañas, árboles y vientos no están separados del yo, sino que son parte integral de la vida misma.
Si la humanidad ha tendido a dejar su huella en la tierra, la naturaleza, a su vez, ha dejado su marca en estas mujeres, moldeándolas como aliadas. Se mueven con el paisaje, lo extienden, lo protegen — en un diálogo constante entre memoria y presencia.
Construido a través de procesos colaborativos, Huellas otorga plena agencia a las mujeres retratadas. Ellas eligen los elementos naturales con los que sienten mayor conexión, y juntas reflexionamos sobre cómo interactuar con ellos y cómo construir la imagen que mejor encarne su relación. A través de la superposición de materiales físicos —tierra, hojas, piedras, agua— sobre las fotografías, el proyecto busca fusionar sus cuerpos con los paisajes que habitan y protegen. La imagen se convierte en un espacio de diálogo entre memoria y presencia, entre gesto y territorio.
Huellas explora esta relación profunda e íntima entre las mujeres y su entorno. El proyecto teje narrativas sensoriales donde los elementos naturales se entrelazan con los cuerpos humanos. Es una invitación a redescubrir nuestra conexión con la naturaleza de manera orgánica, despertando los sentidos hacia la textura y presencia física del mundo que nos rodea.