Las «polleras» bolivianas, voluminosas faldas comúnmente asociadas a las mujeres indígenas del altiplano, fueron durante décadas símbolo de singularidad pero también objeto de discriminación. Ahora, una nueva generación de patinadoras de Cochabamba, la tercera ciudad del país, las lleva como una pieza de resistencia. El voluminoso atuendo tiene su origen en la conquista española, en el siglo XVI. Se impuso a la población nativa, pero a lo largo de los siglos la prenda se convirtió en parte de la identidad local. Dado que simboliza autenticidad y estigmatización, desempolvar las polleras que un día pertenecieron a tías y abuelas parecía la opción obvia para Dani Santiváñez, de 26 años, una joven patinadora boliviana que quería reivindicar sus raíces. Ella y dos amigas crearon en 2018 el colectivo femenino «ImillaSkate» «como un grito de inclusión». ‘Imilla’ significa ‘chica joven’ en aymara y quechua, las dos lenguas más habladas en Bolivia, un país donde más de la mitad de la población tiene raíces indígenas. «Nosotras no somos diferentes, todas somos descendientes de indígenas», dice Santiváñez refiriéndose a las nueve mujeres que actualmente forman parte del grupo. No usan las polleras en el día a día, sino sólo para patinar. Largas hasta la rodilla y combinadas con zapatillas, como antaño, las polleras volvieron a adaptarse y se convirtieron en un símbolo. Las imillas, que practican para competir en torneos locales, utilizan esta presencia y sus monopatines como vehículo natural para empoderar a las mujeres e impulsar su mensaje de inclusión y aceptación de la diversidad.