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Resonar

En Perú, los crímenes del Estado resultan en impunidad. Familias que buscan justicia y, muchas veces, los restos de un cuerpo que les permita cerrar el duelo. Sucedió durante el conflicto armado interno y sucede ahora. Los nombres de los responsables cambian, pero los cargos son los mismos: presidente, ministro, congresista, militar, policía.

En una iglesia, frente al altar, hay decenas de osarios blancos que guardan dentro los restos de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno encontrados en fosas comunes. Estos son entregados en una ceremonia oficial a sus familias. En otro lugar, otras familias observan los ataúdes de sus seres queridos, asesinados por militares o policías. El procedimiento es el mismo: entrega, reconocimiento, entierro.

Las madres de antes y las de ahora se cruzan en pasillos de fiscalías, en marchas, en audiencias. Comparten el silencio, la espera de un informe forense, la costumbre de sostener una fotografía como prueba de existencia. Cada restitución es un recordatorio y una advertencia. Recordatorio de que el Estado no resuelve las deudas del pasado. Advertencia de que la violencia sigue abierta.


Mientras se devuelven restos de hace cuatro décadas, se entierran cuerpos de jóvenes muertos en protestas recientes. Las investigaciones se acumulan y los expedientes se archivan.

En las movilizaciones por justicia, los nombres de ayer se pronuncian junto a los de hoy. El eco que dejan no reconoce calendarios. Resuena la memoria, resuena la pérdida, y en ese sonido se descubre que la democracia convive con crímenes que nunca terminaron.