Los hermanos Huamán Berrocal, Paulino, Lucho, Alejandra y María, cargan los osarios de sus padres, Ambrosio e Isabel, y se dirigen, acompañados de familiares y amistades cercanas, al mausoleo construido en su casa, en donde los militares asesinaron a sus progenitores en 1983.
Junto a los hermanos Huamán Berrocal, otras familias cuyos seres queridos fueron víctimas del caso Cabitos, en el que soldados de la base militar que lleva ese nombre secuestraron, ejecutaron, incineraron y desaparecieron a miles de personas, también reciben los restos de sus seres queridos. Solo en Ayacucho, más de 10 mil personas fueron desaparecidas durante 1980 y el 2000. A nivel nacional, 22 mil personas fueron desaparecidas en ese periodo. Más de 3 mil han sido restituidas a sus familiares. Previo al armado de restos, el vocero del equipo forense especializado responsable del armado de cuerpos habla con todos ellos en una capilla católica en donde les dan palabras de aliento antes de ver y tocar los restos de sus familiares desaparecidos en el conflicto armado interno.
Lucho Huamán Berrocal llora mientras toca los restos de sus padres Ambrosio e Isabel, durante el armado de cuerpos, acompañado de una funcionaria de la Dirección de Búsqueda de Personas Desaparecidas del Ministerio de Justicia. Con unas palabras de despedida, Lucho busca consolar la pérdida de sus padres.
La fiscal de la Nación, Delia Espinoza, abraza a una de las deudos de las personas desaparecidas del caso Cabitos durante el periodo de violencia (1980-2000) en la ceremonia donde son restituidos los restos a sus familiares. Este gesto institucional resalta por su simpleza porque las autoridades de los otros poderes del Estado, Ejecutivo y Legislativo, son responsables de las masacres en las protestas de 2022-2023 y quienes deciden blindar las denuncias constitucionales interpuestas por la Fiscalía de la Nación contra los responsables políticos ante el Congreso. En agosto de 2025, el Gobierno promulgó la ley de amnistía para los responsables y procesados por los crímenes de lesa humanidad del conflicto armado interno, lo que va en contra del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
‘Ay, justo cielo, cielo bendito, ¿Por qué delito padezco tanto?’. En el cementerio general de Huamanga, un músico tradicional canta y toca ‘Coca Quintucha’ (Coca bonita), una canción sobre la ausencia, durante el entierro de Hugo Máximo Vallejos, desaparecido en 1983 por militares en Ayacucho.
Dionisio Huaraca y Dolores Vílchez sostienen un cuadro de sus fotografías junto a la del menor de sus hijos: Denilson Huaraca Vílchez (22), víctima de la represión policial en febrero de 2023 en Aymaraes, Apurímac, durante las protestas contra el gobierno. Para hoy, ningún responsable, político o uniformado, ha sido sentenciado por las muertes en protestas pese a las contundentes pruebas.
Ciudadanos del distrito de José María Arguedas de Andahuaylas, Apurímac, despiden los restos de Denilson Huaraca Vílchez, asesinado por un disparo de la policía. Encima de su féretro colocan el bajo que tocaba Denilson, quien tenía sueños de ser músico.
En Lima, la Policía se ha convertido en el instrumento que usa el Gobierno para proteger su impunidad. Durante las manifestaciones, miles de policías salen no solo a reprimir la protesta, sino también son usados como símbolo del nuevo régimen que con un gran número de efectivos, cánticos y desfiles, buscan dar una imagen de intimidación a la ciudadanía disidente.
Durante las protestas de 2022-2023, 50 personas fueron asesinadas por disparos de militares y policías, otras cientos resultaron con heridas graves y leves. A agosto de 2025, ningún responsable ha sido sentenciado, pese a que el Equipo Especial de Fiscales investiga cientos de casos de abusos. Mientras, las investigaciones a responsables políticos son archivadas en el Congreso. Será el próximo gobierno quien pueda permitir una verdadera sanción a los responsables o sellar nuevamente la impunidad.
El 28 de julio de 2025, Día de la Independencia del Perú, familiares de los asesinados en masacres durante las protestas de 2022-2023, lanzan un féretro simbólico, con el rostro de Miguel Arcona, ejecutado por policías en Arequipa, por encima de la barrera policial que impide al grupo acercarse al Congreso de la República.
En Perú, los crímenes del Estado resultan en impunidad. Familias que buscan justicia y, muchas veces, los restos de un cuerpo que les permita cerrar el duelo. Sucedió durante el conflicto armado interno y sucede ahora. Los nombres de los responsables cambian, pero los cargos son los mismos: presidente, ministro, congresista, militar, policía.
En una iglesia, frente al altar, hay decenas de osarios blancos que guardan dentro los restos de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno encontrados en fosas comunes. Estos son entregados en una ceremonia oficial a sus familias. En otro lugar, otras familias observan los ataúdes de sus seres queridos, asesinados por militares o policías. El procedimiento es el mismo: entrega, reconocimiento, entierro.
Las madres de antes y las de ahora se cruzan en pasillos de fiscalías, en marchas, en audiencias. Comparten el silencio, la espera de un informe forense, la costumbre de sostener una fotografía como prueba de existencia. Cada restitución es un recordatorio y una advertencia. Recordatorio de que el Estado no resuelve las deudas del pasado. Advertencia de que la violencia sigue abierta.
Mientras se devuelven restos de hace cuatro décadas, se entierran cuerpos de jóvenes muertos en protestas recientes. Las investigaciones se acumulan y los expedientes se archivan.
En las movilizaciones por justicia, los nombres de ayer se pronuncian junto a los de hoy. El eco que dejan no reconoce calendarios. Resuena la memoria, resuena la pérdida, y en ese sonido se descubre que la democracia convive con crímenes que nunca terminaron.