La familia Pushaina es pescadora por tradición. Percy, uno de los buzos más importantes de la comunidad, asegura que bajo el agua se escuchan las máquinas y que ha encontrado pedazos de carbón dentro de los peces.
Desde el mar, miles de luces iluminan el puerto de El Cerrejón, de donde se envían diariamente unas 80.000 toneladas de carbón a Europa, mientras cientos de familias indígenas que viven cerca aún carecen de servicio eléctrico. La Guajira, Colombia. 2022.
Los velorios en la cultura Wayuu pueden durar de 3 a 5 días, durante los cuales el fuego se mantiene encendido. En el último día, los familiares esparcen las cenizas al viento como ofrenda al difunto.
El sol en el desierto costero de La Guajira es implacable. Las mujeres wayúu preparan una mezcla de un hongo de la zona con cebo de cabra y se la ponen en el rostro para proteger su piel de los rayos.
Desde el interior de un carro, la lluvia y la arena dibujan una especie de lágrimas que caen del cielo sobre el conjunto de casas de la familia Pushaina.
La comunidad de Medialuna, en la Guajira colombiana, está compuesta principalmente por pescadores. Al amanecer, los pescadores que han pasado la noche en el mar regresan de su faena con el pescado, y las familias de la zona acuden a la playa para obtener parte de esta carga de alimento.
Alfredo, de 58 años, vive junto a las vías del tren de la empresa El Cerrejón. Esta cercanía ha provocado problemas de salud, impactos ambientales y perturbaciones espirituales. La comunidad comparte un sueño colectivo donde Yoluja, un espíritu maligno, viaja en el tren y llega a sus hogares dejando miseria y enfermedad.
El ferrocarril de El Cerrejón recorre 150 kilómetros atravesando La Guajira. Los pastores de cabras caminan junto a las vías para llegar a sus comunidades, en un territorio dividido que separó asentamientos familiares.
La familia expresa preocupación de como pueden estar sus pulmones, ya que los tejados, la piel y la ropa que cuelgan en los tendederos se impregnan de este polvo de carbón.
Esther perdió a su hija por una enfermedad pulmonar ocasionada por el trabajo que realizó por años en las instalaciones de la empresa minera.
La casa de la familia Pushaina, 40 años después de la llegada de El Cerrejón, aún se ilumina con velas y una lámpara de batería. El halo de luz detrás proviene del puerto de la empresa, que cuenta con electricidad desde hace años.
Las mujeres wayúu son las encargadas de llorar y despedir a los difuntos. Aunque los hombres participan, son ellas quienes inician y concluyen el duelo, que puede durar minutos u horas. Cubrirse la cabeza es esencial durante el ritual.
Amable de 80 años todas las mañanas se levanta a conseguir leña para cocinar. En el fondo, frente a su casa, ve pasar a diario los buques de la empresa minera que transportan carbón de La Guajira a Europa.
Poo de 81 años se dirige al pueblo más cercano, Uribia, para una cita médica debido a problemas de visión que lo están dejando ciego. El tren lo acompaña: detrás de él, la locomotora corre paralela al bus que lo lleva a su destino.
La familia Pushaina recorre desde la casa de Jalisco, hermano menor de Poo, al cementerio cargando su feretro.
Una familia de la zona traslada el ataúd de un pariente por el desierto, desde la ranchería hasta el cementerio. El sol proyecta una procesión de sombras distorsionadas.
En las vigilias de madrugada, los chivos se sacrifican y se destinan a la comida de la familia del difunto y los invitados. Tras el sacrificio, los niños juegan con los cuernos simulando ser chivos.
En los velorios, durante los cuales el fuego se mantiene encendido. En el último día, los familiares esparcen las cenizas al viento como ofrenda al difunto.
En la cultura wayúu, los cementerios son los lugares más sagrados. No solo reúnen a toda la familia en los funerales, sino que simbolizan la posesión del territorio, como una escritura que certifica su propiedad.
Los mayores son la memoria para los wayúu: los difuntos, las estrellas. Ellos guardan la historia de la llegada de la mina de carbón porque la vivieron. Muchos han partido, pocos quedan, intentando desentrañar la verdad.
Hace unos meses, Poo Pushaina (81) soñó con su hermano mayor, ya fallecido. En el sueño, este llegaba en un vehículo y le decía: “Me voy a llevar a nuestro hermano menor Jalisco; está sufriendo demasiado. Espérame, pronto vendré por ti.” En el desierto costero de La Guajira, al norte de Colombia, vive la familia Pushaina, del pueblo indígena wayúu, cuya vida está profundamente ligada al mar y al desierto. En su tradición, cada amanecer comienza con la pregunta: Jamaya Pira Puin? —“¿Qué soñaste anoche?”—, reafirmando el papel de los sueños como advertencias y vínculos con la sabiduría ancestral. Yolüja es una exploración visual de esos sueños y pesadillas, moldeados por décadas de conflicto territorial y extractivismo. El impacto ha sido devastador. En las comunidades cercanas al proyecto minero, las enfermedades respiratorias superan el promedio nacional. La situación se agrava por el material partículado en el aire y la sequía causada por la alteración de las fuentes de agua. A esto se suman los procesos de compensación como parte de una consulta previa que, en cumplimiento del fallo T-704 de 2016 de la Corte Constitucional Colombiana, la empresa minera se ha visto obligada a adelantar, profundizando la fragmentación del territorio y los conflictos internos.
Yolüja se ha construido a través de años de constante dialogo con la familia Pushaina, una familia de pescadores desplazada hace 40 años por la expansión de El Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande de América Latina. Como ellos, cientos de familias wayúu fueron desarraigadas, sus aldeas destruidas y sus pozos de agua contaminados o secos. Ellos junto a otras comunidades, han luchado legalmente contra el Estado y la empresa minera, denunciando destrucción ambiental, colapso espiritual y desplazamiento forzado.
La muerte no solo llegó con polvo de carbón en sus pulmones y agua envenenada: avanza por el desierto sobre rieles de hierro. Los wayúu llaman al tren Yolüja —demonio o espíritu maligno—, una fuerza que arrasa todo a su paso, cortando rutas ancestrales y profundizando el despojo. Este peso histórico ha sembrado una depresión colectiva: enfermedad, pérdida de propósito e identidad fracturada.
Mientras el carbón ilumina millones de hogares en Europa, la familia Pushaina sigue esperando justicia. Hoy, Poo es el último de su generación y sueña con regresar a su tierra antes de morir, restaurar lo perdido y dar a su familia el progreso prometido que nunca llegó.