Mirar hacia adentro

MADRID — He vivido algunos infiernos internos y he asistido a varios de la historia a través de una pantalla. Y siempre he salido de la misma forma: cogiendo mi cámara.

Toda mi generación recuerda dónde estaba el 11 de septiembre de 2001. Yo estaba en el séptimo piso de un hospital, en donde pasaba una de las fases más duras de mi vida. Fue mi primer encierro. Años después conocí la fotografía y a ella le debo salir de sótanos sordos y profundos para devolverme a la vida. Esa forma de enfrentarse al dolor de los demás, a veces nos salva del propio. Suena egoísta, pero creo que nos hace comprender que hay dramas mucho más profundos que los que encierran nuestras “preocupaciones” y nuestros miedos cotidianos, tan llenos de privilegios y conformismos.

Casi dos décadas después vuelvo a vivir un encierro, esta vez junto a mi madre de 75 años, en Madrid. No puedo salir a la calle con el único elemento que tengo para expresar lo que siento ante el dolor ajeno, mi cámara. Estoy lejos del que ha sido mi hogar desde hace nueve años, Ecuador, también lleno de cifras alarmantes, como España.

Hace años que dejé de creer en Diós y en la Iglesia. Mi madre lee todas las mañanas una parte de la biblia que le reconforta.

Ahora la casa de mi madre es mi hogar. Es el ahora, es el presente, tan lleno de pasado. En este nuevo encierro toca enfrentarse con uno mismo y con sus miedos. Esta vez la cámara se convierte en el diálogo cotidiano entre ella y yo. Intento que el tiempo transcurra y el dolor sea más leve, en esta vida incierta y congelada para todos. He buscado en nuestras limitaciones una causa para la inspiración.

Lavarse las manos se ha convertido en un ritual diario y compulsivo.
El telefono y las llamadas se han convertido estos días en una herramienta fundamental para pasar las horas, los primeros días la obsesión por el contagio hacian tapar la cara de mi madre cuando hablaba.
Los días dan para rebuscar en cajones olvidados de la casa viajas fotografías. En una de ellas mi madre me tiene en brazos pero corto su rostro por que no le gustaba como salía.
En estos días solo veo a través de reflejos, reflejos de mi niñez, y de una fotografía tomada en Ecuador de la infancia inocente en la play.

Los que queden o quedemos en los años posteriores a estos días distópicos, seguro recordarán dónde estaban en esta primavera suspendida de 2020. Yo recordaré que al final el encierro no fue tal, sino una oportunidad de reencontrarme con mi madre y conmigo mismo. Recordaré que aprendí a sanar a través de la incertidumbre llena de silencios y cuidados mutuos. Y que miré hacia adentro, con la fotografía como mejor salvavidas.

“El tiempo ha muerto, el círculo se ha cerrado”, nos decía Pedro Gómez, mi profesor de fotografía y hoy gran amigo, como frase a través de la cual desarrollábamos la práctica final del diplomado. Hoy más que nunca esta premisa cobra sentido.

El tiempo ha muerto y está suspendido, y ojalá todo lo vivido nos sirva para cerrar ciclos y círculos, los propios, tan necesarios. Y quizás también la sociedad tenga la misma la oportunidad y cambiar el rumbo de su futuro.

“Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.” Nunca me he retratado, de hecho no tengo casi fotografias mias, el ejercicio con mi madre me hace ponerme delante de mis miedos.
El 24 de marzo mi madre cumplio 75 años, recuerdo que hace un año vine de Ecuador de sorpresa para celebrarlo con ella, esta vez los que tienen que conectarse por internet son mis hermanos y no yo.
El desayuno es la forma en que despertamos cada día, casi sin hablarnos, los dos tenemos el defecto de hasta no tomar café no somos personas. La radio acompaña las primeras horas de todos los días.
La esperanza refejada en el acto simbólico de recoger los rayos del sol.