Diario de un piloto
Desde que se habló de los primeros casos de COVID en Latinoamérica, hasta que se prohibió el ingreso de vuelos comerciales al país, transcurrió casi nada. Nos tomó más tiempo darnos cuenta de la magnitud del asunto. No creo que alguien esperara una paralización tan drástica, tan prolongada, con repercusiones para la aviación que harían ver la crisis del 9/11 como algo menor.
Pasados unos días nos embargó la incertidumbre. ¿Con un cese total de operaciones cómo íbamos a sostenernos? A los pocos días, algo nos devolvió una calma pasajera. Se empezaban a gestionar vuelos humanitarios; una experiencia totalmente nueva, no solo por el tipo de vuelo o por las novedosas medidas sanitarias, que incluían mascarillas, guantes, desinfección meticulosa, sino por los destinos, lugares que nunca antes habíamos visitado, rutas totalmente opuestas a las que estábamos acostumbrados.
Recuerdo esos primeros vuelos con mucha emoción. Dentro de una crisis tan grave, estábamos encontrando alternativas para seguir trabajando y, además, volando rutas nuevas, ¡había esperanza! Recuerdo un vuelo muy interesante: el amanecer sobre el mar del norte de España, con las luces de La Coruña a la vista… Hacía varios meses que no cruzaba el océano Atlántico, un trayecto recurrente antes de la pandemia. La emoción de volver se mezclaba con la desazón de volar en una atmósfera desierta. Escasas comunicaciones en una radio que hacía poco tiempo no paraba de sonar.
Hicimos pocos de estos vuelos, pues nuevas restricciones nos devolvieron la incertidumbre. Una mezcla reciente de sentimientos se dio al pasar tanto tiempo en casa, disfrutando con la familia en un compartir que durante mucho tiempo extrañé, pero sin dejar de pensar en cual sería el alcance de esta crisis sin precedentes.
Al poco tiempo, las aerolíneas de pasajeros se volcaron al transporte de carga, que por la alta demanda aumentó de valor y se volvió muy atractivo. Volvemos a volar. Esta vez sin nuestra querida tripulación de cabina, que siempre nos había acompañado y ya no están. Ahora nosotros mismos vamos al galley, a intentar no quemar la comida que tenemos para la noche.
Un galley vacío, como nunca antes lo habíamos visto en vuelo. Tampoco tenemos pasajeros; igual, damos los comandos de tripulación y ponemos la señal de cinturones para no romper los protocolos, tan importantes en la disciplina de vuelo del piloto.
Arribamos a una terminal que no habíamos visitado antes; la de carga. Me toma por sorpresa algo que, pensándolo bien, tiene mucho sentido: aquí no hay mangas porque no hay pasajeros. Apagamos el avión y bajamos por la escalera metálica que nos acoplan a la puerta. Con mucho cuidado desarmamos los toboganes de emergencia antes de abrir la puerta, algo que tampoco estábamos acostumbrados a hacer a diario.
Un equipo de carga viene inmediatamente, y en un par de horas el avión está listo para partir. Con cierto malestar vemos que esta noche no hubo carga para llevar a Ecuador, así que volvemos a volar vacíos.