Frágiles
Ya no fue posible salir del pueblo, el miedo se agudizó. El aislamiento puso en juego la posibilidad de reencontrarme con mis hijos.
SALDÁN, Argentina — Desde que vivimos en Saldán disfrutamos de este humilde pueblito, muy próximo a la ciudad de Córdoba. Tenemos cerca el arroyo y estamos rodeados de montañas.
La pandemia mundial de alguna manera nos brindaba la posibilidad de conectar con una pausa, trabajar la tierra y, principalmente, estar con los niños: la rítmica tarea escolar diaria y entregarnos a jugar.
Pero de la noche a la mañana el gesto amable y la confianza mutó en incertidumbre, barbijos y encierro. Un caso de contagio de la COVID-19 en un geriátrico del pueblo impuso un riguroso control social y, con ello, llegó mi separación de los niños, que justo esa semana estaban con su padre en la ciudad.
El sonido de los pájaros se interrumpió por helicópteros y por los parlantes de la autoridad que llaman a cumplir un estricto confinamiento. La posibilidad de contagio, que me parecía antes tan lejana, se comenzó a sentir en propia piel.
Ya no fue posible salir del pueblo, el miedo se agudizó. El aislamiento puso en juego la posibilidad de reencontrarme con mis hijos y sentí todo caer, todo lo que creía seguro.
A partir de allí, tomaron otro valor las horas compartidas con ellos unos días previos. Entender lo simple, aquello que forma parte de la cotidianidad, del encuentro en los vínculos, de abrazarnos y mirarnos. Comprendí cuán frágiles habían sido esos momentos de una conexión sensible y lúdica.
Esta cuarentena nos marca el día a día. Ya no sé si mañana seremos los mismos, si habrá alguna imagen siquiera que pueda revelarlo.