Así empieza el resto de mi vida
16 de marzo del 2020. Sentada en el sofá, mirando la pantalla, escucho atentamente cada una de las palabras del presidente de la República. “Estamos en guerra”, la frase que repitió seis veces en su discurso resuena en mi cabeza, mientras trato de comprender en qué atolladero se está metiendo Francia. Trato de que no aumente mi inquietud, pongo atención a cosas concretas: ¿Dónde me quiero confinar? ¿Debo salir de este estrecho departamento e huir al campo? ¿Qué ropa, qué objetos voy a llevar conmigo? ¿Por qué no pensé antes en el significado de la expresión “de primera necesidad”? Finalmente, me refugio en la casa de un amigo, acompañada de mi maquina de coser, El Principito y mis zapatillas de ballet.
Así empieza el resto de mi vida. Aprendo a ir más lento, redescubro la quietud, la soledad, la incertidumbre, los placeres sencillos, la maravilla de la naturaleza. Retomo contacto con los árboles que me rodean, con el clima del día, con el pavón nocturno que aletea en la oscuridad de la noche, con las semillas que solo esperan que se las siembre, con las gallinas que cada día nos regalan sus huevos.
Encuentro sentido a mi (tele)trabajo, que aspira a desarrollar la agroecología e impedir que las tierras se vuelvan artificiales… Ochenta y ocho hectáreas de tierras agrícolas desaparecen cada día en Francia. ¿Cómo alimentarse si mañana los (súper)mercados estarán vacíos ? ¿Cómo poner en práctica el consumo “local”, a nivel territorial? ¿Cómo cuidar de la salud con una alimentación sana y nutritiva?
Pasan los días, las semanas y mis compañeros de casa y yo nos apropiamos de la rutina: compramos en línea a los agricultores locales, asistimos a talleres artísticos, de bricolaje o de jabones hechos en casa, organizamos clases de yoga en la sala de estar. Y yo, a ritmo de Rachmaninov y Satie, hago mis ensayos de ballet para seguir despejándome la cabeza, progresando, aprendiendo a confiar en mí misma, en un mundo cada vez más perturbador. ¿Serán estas zapatillas de ballet (pointes en francés), las que me llenan de dolor cada semana desde hace dos años, un encierro voluntario o un camino hacia la libertad?
17 de septiembre del 2020. Cumplo 30 años. Los algoritmos de las redes sociales me proponen por primera vez cremas antiarrugas. Imagino con consternación las autopistas de cables de fibra óptica que se expanden por los océanos y los satélites que eclipsan las estrellas. ¿Qué deseo será prioritario al soplar las velas?
10 de octubre del 2020. Luego de un verano de calma, la atmosfera se vuelve más tensa. En el sureste de Francia, región montañosa y de grandes ríos, los positivos al Covid-19 se multiplican. Cada vez más gente es cas contact (estuvieron en contacto con una persona que resultó ser positiva al Covid-19) y tiene la prohibición de salir de casa antes de hacerse la prueba.
Pienso en mi sobrino, que murió en febrero sin causa aparente. Pienso en una compañera de trabajo, que se ahogó hace un año, y en un señor que conocí y que se suicidó hace un par de días. ¿Qué cuentan estas muertes injustas?
A medida que la gente se nos va, sigo adelante llena de esperanza. Con o sin mascarillas, espero que se caigan las máscaras, que dejemos de decirle conspirador a cada persona que se atreve a cuestionar el giro que toma nuestro mundo.
En esta época de crisis multiforme, el poema de Martha Medeiros resuena en mi cabeza :
“Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee,
quien no oye música
quien no encuentra gracia en sí mismo
[…]
Muere lentamente
quien no gira el volante cuando está infeliz con
su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto para ir
atrás de un sueño
quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida,
huir de los consejos sensatos.”
¿Me dejarán la crisis y mi conciencia ecológica cruzar otra vez el océano para volver al encuentro de mi querido Ecuador?