Ausencia

Texto por María Cantarini Blanco, fotografía por Fran Corvé

BUENOS AIRES, Argentina – Hay muchas maneras de calmar el hambre, el contacto físico es una de ellas.

Mi presente extraña la piel de otro en la mía ¿Será que adivinamos nuestros confines cuando estos se encuentran con bordes ajenos?

En estos momentos estamos escindidos del otro.

Y no… una pantalla no basta. Las interfaces no cuentan, porque comunican, pero no conectan. La laptop no tiene sentido del humor ni mal humor, ni se le quedan pedazos de lechuga entre los dientes. Cuando la presencia del otro insiste y no podemos seleccionar solo lo bueno, lo simpático y agradable, se devela la dimensión humana y construimos vínculos, atando nuestro hilo al de otras personas.

Porque este entramado se teje de abrazos, mimos, olores, roces, charlas, mascotas, sueños, juegos, barrios; se teje con la tierra y sus ciclos, con los tiempos muertos, que paradójicamente son los más vivos.

«¿Cómo estás?» —preguntan los amigos y conocidos. Ensayar una respuesta verdadera obliga a complejizar un poco la cuestión: yo estoy bien, todos los míos bien, acá bien. ¿Pero allá?, ¿los otros? Esos otros que no conozco, pero sé que existen y que apenas subsisten, porque esto les afecta en lo más urgente. Y es en ese tercer grado donde el mundo me duele.

El duelo es por lo grande y lo chiquito, porque esta reconfiguración afecta cada aspecto del habitar este planeta en lo inmediato y en lo distante, de maneras radicales y en detalles más sutiles, pero no por eso menos tremendos.

Desde la ventana de mi cuarto veo como todito marcha hacia el rendimiento, la eficacia, la seguridad, la salud. En el nombre del coronavirus, amén.

Entonces nos ponemos a remendar esa red que todavía resiste y nos damos cuenta de que esta crisis no solo develó debilidades, sino que pulió y renovó otras fuerzas. Y yo, frente a tamaño desfiladero me agarro a lo que sí puedo; a la partecita de esta vastedad en la que encuentro suelo firme. Me aferro con uñas y dientes a eso que me salva.

Primero, me salva mi cuerpo, que baila la depre; baila el final jodido que aprobé; baila el asado que me comí ayer y baila el hambre que nunca tuvo; baila los huecos; baila lo propio y lo ajeno, le baila al potus porque lo ve seco; baila la loa de la siesta; baila una cumbia pegadiza que pongo al mango para inyectarme alegría. Mi cuerpo es una cárcel cuando aparecen los achaques, las lumbares, cuando lo niego y olvido; y es también la escalera que me permite subir y asomarme a la belleza.

Segundo, me salva mi mente que piensa y rebusca, que escribe, borra y vuelve a escribir, que lee saberes ajenos, conecta los puntos más dispares, se regocija en los desafíos de los laberintos. Esa forma de pensamiento profundo y filoso que abre accesos a otros tiempos, a los regalos que dejaron los que ya se fueron y los que están en otras geografías, me invita a rozar el sublime escurridizo.

Tercero, bordeando la mente, mas allá del cuerpo, tres cuadras hacia el sur, pasando el quiosquito y girando a la derecha llego a esa presencia en ausencia y experimento una suerte de todo inacabado, abierto, infinito. Ahí me encuentro con los otros y me atraviesan los hilos de las pautas que conectan al cangrejo con la langosta, a la orquídea con la rosa, a Bateson con Atahualpa y a los seis conmigo. Ahí es donde me duele el mundo.