Cinco rostros del miedo
Del miedo se ha dicho que es un horror helado, un mal incurable, un hueco en la nada, una piedra en la boca, un grito sin ruido, un sentimiento noble -si es muralla contra la muerte- o una afección oscura, si paraliza y postra.
Uno
El joven Zuleta yace sobre su cama de soltero. Tendido boca arriba intenta descifrar las figuras formadas en el cielo raso. Apenas descubre el lomo de lo que podría ser un venado. Se sentía deformado por el exceso de calor o de frío. Durante las últimas dos semanas, Zuleta estuvo confinado en su apartamento de treinta metros para evitar contagiarse del virus que tenía en cuarentena al mundo. El sábado 29 de marzo de 2020 cuando despertó, en medio de la tarde húmeda y gris de Medellín, aceptó que tenía miedo de ser portador y, enfrentarse al sufrimiento degradante.
Dos
Dentro del probador, la señora Munera se sentía cómoda. Desechó los zapatos rojos, pues observó la falta de cuidado en las costuras. Entonces se concentró en el vestido verde que le atraía, porque, pese a ser ligero, no perdía elegancia. Al enfundarse en él sintió el frío de la seda al rozarle la espalda. No bien levantó la cabeza, una tos seca le enrojeció la cara y le aguó los ojos. En el espejo se vio como una anciana que con cada esfuerzo por inhalar oxígeno expectoraba el mal.
Durante los últimos 19 días, Munera había permanecido con sus cuatro hijos, un perro y dos gatas dentro de su casa, obediente a la orden de confinamiento. En la madrugada del 9 de abril, cuando despertó con el corazón como supurando lava, supo que tenía miedo a no sentir, en su último momento, la tibieza de una mano amiga que envolviera la suya.
Tres
Escuchó el timbre. Abre la puerta. Flores se acercaba con la mano envuelta en un viejo hule que usaba para destapar frascos. Después de halar la puerta se retiraba diez pasos antes de enfrentar al visitante. El primero fue un recolector de trastos viejos que le sonreía sin mover los labios; el segundo, un conocido de la facultad cubierto con una careta de buceo, de la que salía una campana extractora; la tercera, una mujer desnuda, embadurnada de hollín, que le estiraba sus dedos repletos de anillos; la cuarta, una niña que le ofrecía una torta bañada en un líquido purulento; y el quinto, un viejo que se iba despojando tan lentamente de un tapabocas, que le daba tiempo de cerrar la puerta antes de que él se descubriera el rostro.
La noche número 28 de su aislamiento, Flores soñó con la misma secuencia. . Después del sobresalto, corrió hasta el baño y encendió un cigarrillo. Mientras vio el humo perder forma en el vacío, reconoció que el origen de su miedo provenía del cuerpo de otros a quienes no era capaz de mirar a los ojos. Se sintió morir cuando de repente, mientras repasaba el sueño, descubrió que el viejo enclenque era su padre que la visitaba en busca de consuelo.
Cuatro
Andrade sobrevolaba a una altura que le permitía escuchar los ladridos de los perros encarcelados. El viento cálido jugaba a favor, la ciudad parecía radiante, pese a que algunas nubes de lluvia se divisaban al sur. No volaba sostenido en las corrientes como lo hacen algunas aves, lo hacía con la fuerza de su cuerpo amoldado a la motocicleta de alto cilindraje que le permitía, antes de la pandemia, ir de sur a norte como si tuviera alas. Al momento de evadir el aguacero, descendió siguiendo la línea del río Medellín y vio como, desde los balcones, personas, vestidas con andrajos y conectadas a extraños aparatos, aplaudían su hazaña.
Andrade despertó de su sueño casi al medio día. Al abrir los ojos vio piezas de su bicicleta esparcidas por su habitación. Al incorporarse sintió repulsión por la pijama lanosa que ya apestaba y recordó que completa 35 días en cuarentena. Un vacío sin nombre se le metió en el pecho y entendió que tenía miedo a quedarse para siempre preso en la pequeñez de su casa.
Cinco
Después de desprender con enfado la telaraña que envolvía la cerradura, Arias introdujo la llave, giró y empujó suavemente la puerta. Un haz de luz hirió sus ojos y pese a ello se atrevió a salir. La calle no era la de su barrio de toda la vida, era un camino fangoso donde extraños carrizales ocupaban los senderos. En ellos se hundieron sus pantuflas y su cuerpo quedó atascado. Trataba de gritar para llamar la atención de los vecinos que bebían cervezas, pero la voz se le ahogaba en un hueco sin fondo dentro de su cuerpo.
El voceo de un vendedor la regresó de su vigilia. Arias se incorporó lentamente y agradeció al cielo por no tener que salir aún de la casa pese a que lleva ya 57 días de confinamiento en medio de la multitud sobreviviente.