Cuando nos abracemos de nuevo
NUEVA YORK, Estados Unidos — En estas semanas casi todo el mundo ha experimentado cambios radicales en su rutina. La mía nunca ha sido disciplinada. Siempre me he empeñado en reinventarla como quien toma senderos distintos al caminar por el parque para evitar pisar los mismos pasos. Puedo pasar días enteros sin hablar con nadie. Puedo mirar una película tras la otra y analizarlas en mi silencio, internarme en el laberinto de internet durante horas o dar un paseo solitario en bicicleta hasta la orilla del mar.
Pero en estos tiempos, pareciera que el exterior se ha hecho eco de mi solitaria cotidianidad. El cielo se muestra despejado, el aire se cuela gélido por mi ventana. El silencio natural a tempranísimas horas de la mañana se ha extendido durante todo el día. Corrijo, durante las más de 6 semanas que llevo en cuarentena. Este silencio tiene algo de naufragio inesperado. Nueva York está callada y desierta; se ha convertido en una ciudad fantasma y a la deriva. Una escapada en bicicleta confirma sus calles desoladas, pocos transeúntes con mascarillas en sus rostros, una que otra ambulancia o camión de bomberos rompiendo el silencio con sus sirenas.
Las limitaciones actuales han jugado con mi creatividad y emociones. He comenzado a domar mi rutina rebelde incorporando a mis días actividades nunca antes pensadas: organizar un menú diario luego de contabilizar los víveres disponibles. Hornear pan. Plantar semillas y esperar que crezcan dentro de un apartamento donde el sol se niega a entrar. Tomar clases en línea y hacer meditaciones para no enloquecer. Inventar ejercicios de asociación intelectual como, por ejemplo, títulos que presenten similitud en sus conceptos. Así, el concepto de pandemia puede verse reflejado en el libro El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez; en la canción “Even in the Quietest Moment” de Supertramp y en la película Hasta el fin del mundo de Wim Wenders.
Los días también alcanzan para continuar proyectos personales de escritura, documentales y videoclips. Porque por más a gusto que se sienta uno con uno mismo, el confinamiento da mucho qué pensar y eso a veces no es tan bueno. Entonces, convocamos la fiesta en internet. Primero éramos cinco. Ahora cada sábado se le abre la puerta a uno o varios amigos entrañables que actualmente viven en todas partes del mundo. Y allí, durante varias horas reconstruimos nuestra pequeña república de cuentos, sonrisas, arquitecturas, paisajes, comidas, bebidas, recomendaciones culturales, estados de ánimo y mucho amor.
He logrado vivir en armonía a pesar de la pandemia. Pero hay un gran detalle que no he podido superar: la necesidad del abrazo. La ausencia de contacto físico amenaza con quebrar el equilibrio. Ametralla mis pensamientos e imagino la peor distopía: una sociedad donde la gente ya no se toque y el apretón de mano esté prohibido, donde dejemos de ayudar a conciencia al desconocido que se caiga en la calle. Un futuro donde el diccionario empiece a mudar palabras como “abrazo” o “caricia” al apéndice de los vocablos olvidados. Una foto familiar pulveriza la visión de un futuro negro.
Cuando esto pase, porque “esto” pasará también, buscaremos la manera de abrazarnos, porque el abrazo es el gesto más sublime que podemos darnos los unos a los otros. Cuando nos abracemos de nuevo nos sentiremos acompañados, animados a diseñar un mundo más reflexivo, amable, equilibrado y humano, contrario al caos en el que nos hemos sumergido durante las últimas décadas. Al menos debemos intentarlo.