Días de hambre en Bogotá

Fotografía y texto de Samuel Bregolin

En el barrio de Altos de Estancia algunos residentes están esperando la llegada de la policía antidisturbios para desalojarlos.

BOGOTÁ, Colombia. La llegada de la pandemia interrumpió la grabación de nuestro documental en la frontera entre Colombia y Venezuela. Desconcertados dejamos la ciudad fronteriza de Cúcuta, al mismo tiempo que el gobierno colombiano imponía las restricciones a un ritmo acelerado. «Vuélvete a Europa» fue el consejo de quienes me acompañaban, preocupados de que me quedara en un país con estructuras sanitarias insuficientes.

Decidí permanecer en Bogotá, la ciudad donde vivo desde hace más de un año. Colombia ha sido menos afectada que otros países latinoamericanos por la epidemia de Coronavirus. Las autoridades intervinieron rápidamente y esto permitió contener las infecciones. No obstante, han surgido otros problemas, en primer lugar el hambre.

También fuimos contagiados por el miedo. El miedo a encontrarse por primera vez frente a una epidemia mundial, un virus que no conocemos; el miedo a la muerte y a puertas que se cierran por primera vez, un miedo que hemos vivido todos, quizá más basado en percepciones que en datos científicos.

Ante el miedo, elegí la desobediencia civil. Elegí no dejarme intimidar. Compré los tapa-bocas, los guantes y el gel antibacteriano y decidí salir, hacer lo que desde años considero mi deber: documentar lo que pasa en las calles.

En los suburbios de Bogotá el principal problema ha sido el hambre y los desalojos. Los muchos trabajadores informales de este país se encontraron sin el dinero para comer y pagar el alquiler. Pero esto también dio vida a muchas actos de generosidad y a un nuevo sentimiento de comunidad.

Miles de personas han vivido estas semanas en la imposibilidad absoluta de respetar los parámetros de salud impuestos por la OMS. La falta de agua corriente y de servicios sociales, la falta de conocimientos sanitarios básicos, la necesidad de salir de la casa, aunque haya sido solo para ganar un pedazo de pan.

Quiero destacar que desde el comienzo de esta historia he respetado estrictamente todos los parámetros sanitarios y de distanciamiento social. Mis riesgos han sido los mismos que los de otros compañeros periodistas, fotógrafos y camarógrafos, gracias a cuyo sacrificio pudimos estar informados sobre lo que estaba pasando en el mundo.

Es un hecho que en esta epidemia perdimos el privilegio de documentar los sufrimientos de la humanidad sin correr los mismos peligros. El COViD-19 ha reconstruido dinámicas similares a las de los conflictos armados: si estás afuera, si estás en la calle, estás expuesto. Puedes protegerte todo lo que quieras, pero el virus está ahí en la calle, esperándote.

Este virus en América Latina ha demostrado una vez más la relevancia de las diferencias de clase: aquellos que podían permitírselo se han encerrado en casa, han trabajado en línea y han pedido comida a domicilio. Los que no podían, los que no tienen un hogar digno, los que no podían comprar mascarillas porque con ese dinero tenían que alimentar a sus hijos, permanecieron en la calle, indefensos ante el peligro de infección.

Como periodista, como fotógrafo, en última instancia como ser humano, sentí claramente cuál era mi deber. Pensé en el libro «Un día más con vida», del reportero polaco Ryszard Kapuscinski, pensé cuánto había cambiado el mundo desde 1975 y en nuestra manera de hacer periodismo. Sin embargo, nuestros deberes siguen siendo los mismos.

Gracias a mi herramienta privilegiada y a compañera de viaje, la cámara fotográfica, he documentado estos días de desobediencia civil en las afueras de la ciudad de Bogotá.