El Último visitante
El último visitante se marcha y tras él se apagan las luces, se cierran las puertas, una tras otra. Tras ellas el vacío, la oscuridad y el silencio.
Una imagen ha quedado grabada en la retina o acaso ha sido creada por la imaginación. Se quedan los espacios que ahora retienen sin quererlo la ausencia. Ya no sucede nada y la vida ha quedado en suspenso.
Si cada obra de arte es un viaje al desconocido o un salto al infinito creativo, ¿qué es de ella si no hay nadie al otro lado que reciba el mensaje? Si no hay nadie que lo interprete, lo cuestione, admire, que crea entenderlo o que lo rechace.
Porque más allá de su materialidad estática, el verdadero valor del arte reside en su intangible, en la fuerza de su función simbólica. Por definición, el arte ya no debería considerarse arte si no interacciona. Su lenguaje es un camino de ida y vuelta, un mundo imaginario infinito que se reconstruye cada vez que pone sus ojos/su interés en él el espectador.
El arte es pensamiento abstracto, exige cuestionamiento e interpretación. Para que se dé la contemplación estética, racional y emotiva, el discurso de toda obra necesita un receptor. Más que títere de la sociedad del espectáculo, el público es vector determinante de la dialéctica artística.
Sin preámbulos y de la mano de una cruel pandemia, la realidad nos obliga a hacer un alto en el camino, pero a la par da lugar para el diálogo y la reflexión. Más que retratar al espacio vacío, esta serie busca cuestionar supuestos, aprovechando la oportunidad de cuestionar el sentido mismo de la función del arte que nos brinda la belleza confinada.