La vida gris

Fue un día como hoy, hace dieciséis años. Caminaba por la ciudad bajo una lluvia de hojas amarillas. Buenos Aires es tan hermosa en otoño que me preguntaba porque se asocia esta estación con la tristeza. De repente vi en la otra punta de la calle a un viejo amigo. Nos saludamos a lo lejos con la misma sonrisa. Escuchaba en mis auriculares la versión rap de una canción de Édith Piaf. Mi amigo es músico y había vivido en Francia también, pensaba contarle la coincidencia pero noté que su expresión iba cambiando a medida que nos acercábamos uno del otro. “Nico, no sé si te enteraste”, me dijo, “Carlos murió el mes pasado, está enterrado en Rosario”.

Tengo un laboratorio en casa para revelar rollos y matar el tiempo. En la ciudad no se habla de matar el tiempo, es una expresión de campo. Nunca escuché a nadie decir eso en Buenos Aires. En estos tiempos, el rango de visión se acortó, necesitamos volver a cosas primitivas: escribir en papel, hacer un fuego, cocer un barbijo, arreglar unos zapatos de cuero y mirar el presente con los sentidos más urgentes.

En este confinamiento descubrí cosas que tendría que haber entendido antes. Me di cuenta de que el oído es el sentido que tengo más desarrollado. Que tengo sordera selectiva pero que no puedo dejar de escuchar los aires acondicionados de la terraza y que conozco casi todos los pájaros del barrio. Que además necesito que me digan las cosas varias veces, sobre todo si me dicen que me quieren. También entendí por qué me enojo tanto en ciertos momentos.

Entendí que la vida para mí no puede ser gris. Que me faltó mucha vitamina B12. Que tengo muy mala memoria. Que algunos amigos que creía lejanos están muy cerca y otros que sentía cerca están muy lejos. Que no odio la poesía, que le tengo miedo. Que me preservo más de la cuenta. Que todavía no me pude acercar a otras cosas lindas que podrían hacerme feliz.

Cada año, cuando termina abril y los árboles empiezan a perder las hojas, me acuerdo de ese día de 2004. Esta mañana encontré un libro del Corto Maltés y la caída de las hojas me pareció aún más triste que de costumbre. El fotógrafo Carlos Saldi siempre va a ser el mejor para mí, mi padre fotográfico, mi mentor. Fue quien me ayudó cuando empecé y es el que me rescata cuando surge una duda: “Maestro, ¿y ahora, qué hago?”. Su consejo es siempre el mismo: “Hacé todo al revés Nicolas. Arriesgate, busca donde no buscaste, aprende del error”.

En un bolso olvidado de una mudanza estaba esta cámara analógica. Venía con un “macro”, lente que obliga a acercarse mucho, descubrir la materia, las texturas. Me gusta mirar el agua, la madera, el cuero, apuntar al cielo o a la tierra. Estos tiempos invitan a cuestionar todo, observar la vida y el entorno como nunca antes.

Lo que más admiraba de Saldi era su capacidad para mirar con ojos de niño. Preguntaba todo para llegar al origen de los fenómenos, sus razones primarias, la génesis. A veces usaba también una fórmula que me gustaba mucho. Decía: “te cayó la ficha”. La ficha cae cuando, en un cambio súbito e inconsciente, se siente la señal de un nuevo comienzo. Un clic en la cabeza, como gatillarse una pistola por dentro.

Somos cinco entre estas cuatro paredes. Limitamos los encuentros y estiramos los horarios para no entorpecernos. Es extraño saludar a alguien antes de ir a dormir y verlo en el mismo lugar a la mañana. Las frases “buenas noches” y “buenos días” ya no funcionan; las jornadas parecen perder sincronía. Nos acostumbramos tanto al confinamiento que parece que los recuerdos de la otra vida fueran parte de un viejo sueño. A veces uno dice, “tengo miedo” y volvemos a hablar del único tema que ocupa las cenas familiares.

Dicen en la radio que tenemos que sobrevivir; que este invierno va a ser el más largo de la historia.