Se está cayendo un mundo muerto

© Belén Mena, la artista de esta ilustración, afirma: vivimos a un ritmo donde es casi imposible reservar unos minutos para mirarnos por dentro, dirigir la atención y conectar con nuestra esencia. Este confinamiento global nos invita a explorar con quietud, profundidad y silencio nuestro ser, nuestros pensamientos y nuestros vínculos más intimos.

Texto Gabriela Cabezón Cámara, Ilustración Belén Mena

Yuyo duerme, con los ojos cerrados, bajo la parra, el sueño lento que lo convierte en minerales. Mi perrito negro y brillante como un cielo de noche clara, mi perrito de ojos amarillos se transforma tranquila e inexorablemente en otra cosa acá, en este lugar que era nuestro y ahora es mío y de los otros perritos que eran también eran nuestros y ahora son míos, en esta casa de lata rodeada de jardín que era la de su libertad y sus cuidados hacia nosotros. Yuyo se transforma inexorablemente en minerales como inexorablemente se transforma el mundo porque el mundo también se murió y le llegó el momento de caer, de hacerse otra cosa. Lo sabe la liebre que acaba de pasar corriendo, lo saben los cuises que andan tranquilos, haciendo cosas con sus manitos, en la calle de tierra que es mi calle. Y los pájaros, calandrias, benteveos y algunos estorninos, trinan como si comentaran los hechos del día que también se cae, claro y hermoso, sobre el murmullo constante de los grillos. El mundo que conocíamos se murió y no sabemos cómo va a ser el mundo nuevo que salga de este muerto. No sabemos si será mejor que este, no sabemos si será menos cruel, menos desigual, menos hecho para que poco más que el diez por ciento de la humanidad viva vidas vivibles, no sabemos si será menos suicida, menos ecocida.

En esta cuarentena se precipitó una transformación: el amor se hace todo mediado de bits, de pantallas. ¿Con cuántas ganas de tocarnos, de sentirnos el olor, de bailar juntos vamos a salir de acá? Cuántas ganas de pasear de la mano, sin rumbo, porque sí. En esta cuarentena nos pesa el dolor de no estar cerca. Y nos pesa el dolor de los otros, de los que viven en las calles y de los que sabemos que no tienen para comer si no salen a la calle. De nosotros mismos —escritores, profesores, artistas, periodistas— que también vivimos de vender nuestra fuerza de trabajo. También vivimos al día aunque tengamos un par de meses pagados por adelantado. No es mucho. Pero los tenemos y eso, hoy, es enorme.

En esta cuarentena las chicharras, los grillos, las ranas, los pájaros, los cuises, los caballos se le escaparon a un vecino y andan paseando por el barrio y deambulan como casi nunca, tranquilos. En esta cuarentena llueven pedidos de videos, audios, de participación digital en toda clase de eventos culturales virtuales. Pura inercia. Y ganas de no estar solos. Y de hacer ruido para no escuchar lo que hay: el mundo muerto que se está cayendo. Hagamos silencio. Paremos: se paró el mundo. Luchemos para soportar la angustia de estar aislados y encerrados cuando quisiéramos estar juntos, en asambleas, en plazas. Se está cayendo y no sabemos qué mundo está naciendo. Si uno de control extremo en el que ese diez por ciento que fue dueño de las cosas hasta ahora se asegure ese dominio, y lo incremente, por medios militares y de control de datos. O uno mejor, uno para vivir todos sin dispararnos en los pies, sin matar a todo lo otro que vive, a todo eso vivo que es la vida misma del planeta, esa vida de la que somos una forma nomás, acaso la más poderosa. Y acaso no: acá estamos, chocados por un virus. Quietos. Se está cayendo un mundo muerto, inexorablemente se transforma en otra cosa. Escuchémoslo. Y preparémonos para que lo que está naciendo sea mejor. Silencio. Ahora un rato de silencio, amigos. Hay que escuchar este derrumbe.