Silencio de terremoto
VALPARAISO, Chile — No se puede hacer una foto de lo que no hay. Escribir de eso también es difícil, por eso me remito a unos años atrás. Valparaíso es una bahía, una herradura frente al Pacífico. La primera vez presencié un temblor más o menos fuerte (7.5 en la escala de Richter), estaba corrigiendo poemas frene a la ventana. Corrí a la habitación de mi hija, la tomé a upa y me puse en el marco de la puerta. La casa seguía moviéndose, vibrando y sonando como si fuese una lata de cerveza colosal, y una mano gigante la aplastara por los lados.
Apenas mermó, bajé las escaleras y salí al patio, todo según instrucciones que me dieron cuando llegué a vivir a Chile desde Buenos Aires (ciudad sin mar ni terremotos). Una sirena de alerta sonó tenebrosa «¡alerta de tsunami, alerta de tsunami!» decía una voz metálica sobre una sirena distinta a la de bomberos o policía, más intensa, más grave, que sonaba en toda la ciudad. Miré al mar: quieto como lago. El sol empezaba a ponerse y después de los gritos y bocinas que venían de la calle, todo se puso en silencio.
El protocolo es el siguiente, una vez que frena el temblor, la alarma suena, haya o no un tsunami. Entonces toda la ciudad debe abandonar sus autos y correr hacia los cerros.
Cuando la alarma se detuvo, la ciudad se sumió en un silencio tan profundo que sólo se escuchaban los chincoles que habitan en el palto del fondo de mi casa.
El silencio humano, más la tranquilidad extraña del mar, más el atardecer barroco, le daba una espesura que hasta ese momento no tenían para mí el canto de los pájaros. Era como si anticipasen algo enorme que sólo su instinto podía captar.
Finalmente no hubo ningún tsunami y el ruido empezó a volver paulatinamente hasta ser completamente normal: sirenas, bocinas, motores, gritos en la plaza de la esquina. Los pájaros, supe con los días y poniendo atención, cantan todos los días a la misma hora, las 19, que es cuando vuelven al palto donde están sus nidos a pasar la noche. Es normal, me dije, y continué con mi vida.
Durante estos días de cuarentena el ruido humano desapareció como lo hace los minutos posteriores a un terremoto. Sorprendernos depende del florecimiento de las mala madre que están por toda la casa, o del dólar enorme que ninguno sabe cuándo es que se puso tan grande y hermoso, tan verde. Alegrarnos tiene que ver con una receta nueva o con que las abejas visiten nuestra yuca. Amarnos tiene que ver con aguantar la presencia del otro durante las 24 horas del día. Y todo esto bajo la atenta escucha al canto de las gaviotas, los chincoles y las palomas que, parece, sí se anticipaban a algo enorme que solo su instinto alado podía captar.