Un Terremoto prolongado
Se han revelado las entrañas de este frágil manto. Sí, la tierra que hemos hecho y que pisamos todos los días con nuestros pies, o en esa silla de ruedas, el coche, o lo que sea. Al lado mío tengo un “gato” relleno de lavanda, “anti-estrés”, me dijo esa tarde de abril la artesana en la feria de San Telmo. No creería que casi un año después lo tendría al “gato” para no olvidar, cada vez que me siento frente a la computadora –que es buena parte de mi jornada en estos días–, que hay algo que siempre nos sobrepasa; no importa si esa confrontación es en Buenos Aires o en Quito.
Me ha llevado años enfrentar el vacío, la total incertidumbre; la última vez que lo sentí tan encarnadamente fue en el terremoto del 2016. Estos días, pasan un par de horas después del desayuno y mi ritmo cardíaco se acelera solo, automáticamente, no importa lo que esté haciendo. ¿Qué ha cambiado, por qué mi cuerpo seestremece en cada latido? Debe ser la nostalgia de las cosas más sencillas –y ahora, me rindo a la más concreta de las verdades, lo más hermoso–: caminar entre la gente, oír sus conversaciones (una pareja de ancianos yendo a un chequeo, un grupo de estudiantes de medicina riendo de una anécdota en clase, las voces de los vecinos del mercado), ir a mi parque favorito y ver –desde esa loma ancestral– la ciudad que me habita, escuchar las aves del Itchimbía, abrigarme con la cálida humedad de la sala de una biblioteca, con paredes de helechos y otras plantas pequeñas, aunque sea por una hora. Abrazar a mi madre por la espalda, darle alguna palmada a mi padre, comer juntas con mi hermana. Respirar los segundos. Cuánta belleza en esos pequeños gestos; son más, mucho más, y si le pregunto a cada persona cuáles son los suyos me dirán más, muchos más, no importa si un tapabocas no me deja escuchar bien sus palabras. Me sostengo de esos instantes para no anclar mi mirada en la grieta entumecida que nos rodea, eso que se pudo haber hecho, esa otra verdad tan concreta. Me niego a creer que solo un micro-organismo provoque todo esto.
Pronto se acabarán las verduras, y aunque me está costando conseguirlas de manera segura sé lo que lo solucionaré. Leo estas líneas que he escrito y pienso: si no fuesen mías creería que vienen de un futuro post-apocalíptico. Pero no, es este presente, una especie de terremoto prolongado, y cada una, cada uno, de nosotros, tiene su propio terremoto, sus propios gestos, sus pequeñas sencillas cosas. Y sigue estando la enorme grieta, todo lo demás que no para, e incluso ahora un nuevo visitante que ha empezado a sobrevolar mi barrio estos días, el halcón más pequeño de América, un cernícalo americano.