Una forma de protesta
Tres semanas antes de que las aerolíneas se vean obligadas a cerrar debido al coronavirus, Ruperto había comprado un tiquete de avión con destino a Valledupar. El martes 24 de marzo, el gobierno de Colombia prohibió el tráfico aéreo y todo el mundo se vio obligado a quedarse quieto. Ruperto, se quedó en el apartamento que alquila en Bogotá desde que salió de su pueblo para estudiar economía en la Universidad Nacional.
Nueve meses atrás Ruperto me había invitado a su casa, una aldea de 45 familias protegida por la muralla de rocas de la Sierra Nevada de Santa Marta. Un territorio al que los indígenas le llaman el corazón del mundo. Mientras mordíamos una mazorca cocida me dijo, “la tierra está enferma, y para curarla tenemos que curarnos nosotros primero.”
Para los indígenas Arhuacos, un cuerpo enfermo es equivalente a un territorio enfermo, y la única medicina es el alimento. Según me contaron, la comida recoge la información del suelo y la deposita en el cuerpo humano. Comer es como hacer un viaje al pasado, a ese suelo donde crecieron los frutos para luego, con su energía, construir el futuro. Durante mi visita, había una pareja en dieta de matrimonio, dieta que se hace para programar el cuerpo para el cambio. La semana pasada cuando hablé con Ruperto por teléfono, me dijo que la cuarentena nos podía servir para eso, para reprogramarnos.
Hoy, muchos reflexionan sobre el encierro y auguran cambios sobre el comportamiento colectivo que se darán una vez que el virus ya no nos amenace. Pero quien sabe si cuando pase todo, volvamos a sentirnos invencibles.
El maíz que me entregó Ruperto ese día tenía información de la tierra de Sogrome. Al rato me dijo que todo lo que nos comemos, así como lo que vemos, afecta el equilibrio de los microorganismos que habitan en nosotros y los pensamientos que nos motivan a actuar. Ahora pienso que muchos podríamos sentarnos a esperar un milagro, o a que los médicos encuentren la vacuna, o que llenen los hospitales de camas y respiradores, pero mientras sigamos anticipando la desgracia le seguiremos abriendo espacio a la tragedia. Y en Colombia al menos, la gente seguirá saliendo a la calle cada vez que les ofrezcan un mercado gratis.
En Sogrome, los mamos, quienes representan la máxima autoridad indígena, dicen que el calentamiento global es como la fiebre del planeta y el síntoma de su enfermedad. Que la Tierra es como un crisol gigante de especies que interactúan entre sí, y nosotros somos sólo una de ellas. Pensando en la gripe aviar, la porcina y las vacas locas, -virus exclusivos de poblaciones animales que mutan y se propagan como un patógeno nuevo en el ser humano-, quién sabe si el COVID 19 es una forma de protesta.
Después de tirarle la tusa de las mazorcas a los marranos Ruperto me dijo, “Preservar no significa no tocar nada porque la preservación sin uso es insostenible. Más bien, hay que sembrar y recoger con prudencia”. Pero a nosotros nos acostumbraron a comer aguacates y arándanos todo el año: cosechas perpetuas que le quitan espacio a otras formas de vida. Por eso, esta enfermedad, así como la sequía de la tierra, ojalá sirva de consejo natural para no olvidar los límites.
Hoy, cuando la interacción entre extraños son las miradas esquivas detrás de un tapabocas en el supermercado, la inexpresividad parece ser un castigo para aquellos que crecimos en esta América mestiza. Al fin y al cabo, la evolución depende de todos nosotros, pues el equilibrio solo es posible entre diferentes. La tierra está en fase de respiración.