Una mariposa bate las alas
Una mariposa bate las alas. Su movimiento es leve e imperceptible. Tan bello y tan catastrófico para el pueblo donde el terremoto se desencadenará irremediablemente. La teoría del caos parece simple y nos resulta casi inverosímil. Pienso en la noticia ¿verídica? de una sopa de murciélago mal cocinada en Wuhan, o en la hipótesis que se susurra a gritos: el Covid-19 se creó en un laboratorio, o el rumor de que es solo una gripe común y se promovió una psicosis colectiva de adoctrinamiento masivo y económico. ¿Sabremos alguna vez la verdad? ¿Importa?
Alguien me manda por WhatsApp fotos de ciervos descansando en las calles vacías de la Patagonia Argentina y dice “mirá cómo avanza la naturaleza sin humanos, ¿qué increíble, no?”, después leo en el diario que las fotos son de 2014 tomadas en la ciudad de Nara en Japón; un amigo que vive en Taiwán me cuenta que en China salió una fake news afirmando que las mascotas contagiaban el virus y la gente, aterrada, las comenzó a tirar por las ventanas, las fotos que él me mandó son reales; mi padre reenvía un mensaje donde se certifica que el biólogo francés Didier Raoult tiene la cura para el virus. Mi hermano nos alertó, claro, que la noticia es falsa.
Ya no sabemos qué es real y que no, pero lo que sí sé es que estamos en el centro de una vivencia de alcance planetario que nadie había experimentado hasta el momento. Todos encerrados en nuestras casas y afuera, en Buenos Aires, hay un sol radiante desde hace cinco días. Imagino a la naturaleza festejando el descanso de tanto humano pernicioso. Y si bien mi mente trágica y ficcional me lleva a imaginar lo peor, a ver el fin de la civilización de la manera más cinematográfica posible, la realidad es que soy una privilegiada con un techo, con recursos materiales y mentales para vivir esta cuarentena de la mejor manera. Si mi vida fuera hoy una película del género catástrofe, sería un rotundo fracaso. Porque la civilización continúa y mis rutinas también: leo, escribo, trabajo, medito, hago ejercicio en el comedor, miramos series y películas, escuchamos música y bailamos con mi marido. Y, sin embargo, la sensación de estar al borde de una distopía persiste. En este tiempo, que parece suspendido, somos testigos de una enorme ironía. El Covid-19, que ni siquiera es un organismo vivo, sino una molécula de proteína recubierta de lípidos, tiene al mundo cautivo, alerta y paranoico.
Salgo a comprar alimentos después de estar seis días encerrada. En la ciudad silenciosa hay otros como yo, compradores forzosos, y nos miramos y sabemos que en el aire pesado que respiramos flotan miedo e incertidumbre ¿Está justificado ese miedo? ¿Y por qué no? La gripe española mató en 1918 entre 20 y 40 millones de humanos. La naturaleza tiene sus ciclos de purga. Este podría ser uno. Pero no una purga de cuerpos, sino de mentalidades.
Somos una especie rapaz, que sostenía un sistema perverso, que estaba destruyendo los recursos que nos nutren. Por eso, nada nunca va a ser igual. Nada nunca debería ser igual. Pero ¿va a ser un golpe tan duro para el capitalismo como lo anunció Slavoj Žižek? Es dudoso. Probablemente el capitalismo se vea sacudido y, como lo habitamos y lo perpetuamos, seremos modificados con él. Pero, no lo sabemos.
Elijo pensar que gracias a esta convulsión, a este terremoto molecular, vamos a salir nuevos, vamos a entender, de una vez, que los humanos estamos intrínsicamente conectados a los animales y a la naturaleza y que lo que cada uno de nosotros haga afecta al resto para siempre. Así, mientras miro por la ventana, elijo recordar la esperanza y a Lao-Tzé cuando nos dice: aquello que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo se llama mariposa.