La ciudad y la niebla
Muchas lunas cambiaron sin que los habitantes y viajeros pudieran verlas.
Contemplaron sí, su luz prestada que se propagaba a través de las partículas húmedas que poblaban en el aire, haciendo los muros de la prisión aún más impenetrables.
La densidad de la niebla aumentó tanto que en poco tiempo se volvió tan sólida como el cascajo de las aceras. Las celdas esféricas encarcelaban a los transeúntes solitarios que hacían su recorrido con multitudes enteras, procedentes de la aglomeración resultante de una feria o kermés, originando un conjunto de bóvedas de secuencia tal, que la figura formada a partir de sus intersecciones podía confundirse con un enorme molde de yeso utilizado en la fabricación de uvas artificiales.
Ni desesperación, ni llanto o lamento. Los que estaban solos continuaron caminando en círculos, y las multitudes todavía compraban, comerciaban y vendían, con la misma comodidad que ofrece un día soleado de aire claro y cielo visible. Aquella situación a la que estaban condicionados perduró, por cierto por muchos días, y los compradores, al encontrar sus bolsillos vacíos y las bolsas llenas, comenzaron a vender sus bienes; y los vendedores, en la situación contraria, los compraron, intercambiando no sólo las posesiones sino también su papel en aquella sociedad.
La niebla se disipó lentamente y su densidad disminuyó cada día. Era otoño, y las hojas que se desprendían de las ramas, no llegaban a encontrar el suelo, se agotaron en el corto camino. La niebla, que había sido tan compacta como la ciudad, confundiéndose con su solidez, borró el límite que las distinguía y mientras una se vaciaba, se llevaba la otra con ella. Arrastraba los tejados, terrazas, arquitrabes, balaustradas, arcos, arcenes, muros enteros y cimientos, por muy profundos que fueran. Ningún puente o templo se escapó, se volvieron más y más transparentes hasta que se diluyeron completamente. A pesar de lo mal que se veían los comerciantes, las actividades continuaron, la compra, la venta, el comercio…
Texto original
Muitas luas trocaram sem que os habitantes e viandantes pudessem vê-las. Contemplavam sim, sua luz emprestada que se difundia pelas úmidas partículas que povoavam o ar, tornando as paredes do cárcere ainda mais impenetráveis.
A densidade da névoa aumentava de tal maneira que, em pouco tempo, tornara-se tão sólida quanto o basalto das calçadas. As esféricas celas, aprisionavam solitários transeuntes que faziam sua caminhada ou multidões inteiras, provenientes da aglomeração resultante de uma feira ou quermesse, originando, um conjunto de abóbodas de sequência tal que a figura formada das suas intersecções poderia ser confundida com um enorme molde de gesso usado na fabricação de uvas artificiais.
Nem desespero, nem prantos ou lamentos. Os que estavam sozinhos continuaram a caminhar em círculos, e as multidões ainda compravam, trocavam e vendiam, com a mesma comodidade que oferece um dia ensolarado de ar límpido e céu visível. Aquela situação a que estavam condicionados perdurou, por certo, muitos dias, sendo que os compradores, encontrando vazios seus alforjes e bolsas lotadas, passam a vender suas mercadorias e os vendedores em situação inversa, compravam-nas, trocando não só de posses como também seu papel naquela sociedade.
A neblina passou lentamente a dissipar-se e sua densidade diminuía a cada dia. Era outono, e as folhas que se desprendiam dos galhos não chegavam a encontrar o chão, exauriam-se no curto caminho. A cerração, que fora tão compacta quanto a cidade confundindo-se com sua solidez, apagou o limite que as distinguia, sendo que enquanto uma esvaia-se, carregava a outra consigo. Levava os telhados, os terraços, as arquitraves, balaustradas, arcos abatidos ou plenos, vergas, paredes inteiras e fundações, por mais profundas que fossem. Não escapavam pontes ou templos, iam tornando-se mais e mais transparentes até diluírem-se por completo. Enquanto isso, apesar de mal se enxergarem os negociantes, as atividades continuavam, a compra, a vendo, a troca…